miércoles, 8 de septiembre de 2010

Clase de la profesora Carzolio

Estimados estudiantes: Les dejamos la clase de la profesora María Inés Carzolio correspondiente al lunes 06 de septiembre.
2) Las élites de poder y la sociedad cortesana.
En la clase anterior hemos visto que el siglo XVI fue en Francia un siglo de desarrollo económico como en toda Europa, mientras el eje de la actividad pasaba del Mediterráneo al Atlántico. Las ciudades del Mediterráneo francés siguieron creciendo durante ese siglo, lo cual produjo una demanda sostenida de bienes y servicios (sobre todo alimentos, con el correspondiente impacto en los hinterlands de las ciudades, lo que explica el interés de los burgueses (habitantes urbanos dedicados a producciones secundarias y terciarias) en las tierras, y el aumento de la cerealicultura a expensas del viñedo en las zona más desventajosas para éste del Languedoc.

En diversas zonas de Francia, los campesinos acomodados, que disponían de capital suficiente para afrontar los riesgos de una producción comercial, incrementaron el tamaño de sus explotaciones con el fin de obtener provechos de cultivos especializados como el maíz o la seda en el SO o de la viticultura en el Languedoc y Aquitania. Pero para la mayoría de los campesinos, la estrategia de supervivencia seguía siendo la diversificación (cultivo mixto o promiscuo de vides, olivos y cereales para asegurar la subsistencia y suprimir riesgos) y no la especialización.

Pero en Francia, la presión fiscal para compensar las deudas de la corona aumentó de manera increíble durante el siglo y la inflación tuvo un ritmo aun mayor. Pero el problema no era tanto la carga fiscal, sino sobre quién recaía. Los terratenientes canalizaron sus ingresos hacia el consumo ostentoso, hacia la adquisición de títulos y cargos y hacia la compra de bonos de la deuda de la corona y muy raramente a la inversión agrícola. En cuanto al campesinado y al artesanado, al tiempo que bajaban los salarios, subían los precios, el hambre y la escasez fueron más frecuentes hacia el fin del siglo y aumentaron los sin tierra, sin trabajo y los pobres, que lo eran a pesar de trabajar. En Francia aparecieron también -como en Inglaterra- en Picardía, Normandía y Champaña, tejidos baratos (protoindustria), producidos por el putting out system (sistema de trabajo a domicilio), para un mercado diferente al feudal, aunque continuó la producción de artículos de lujo (Tours, Lyon, París Orleáns), que eran vendidos en todo el Mediterráneo.

En el XVII, el problema no lo constituyó proteger la integridad del censive, sino la protección de los bienes comunales, de los cuales, los campesinos pobres extraían parte de sus recursos.

Como las aldeas españolas de la misma época, a comienzos del reinado de Luis XIV, el principal problema que tenían las aldeas francesas era el del endeudamiento en que caían para afrontar los gastos ordinarios (pleitos, arreglos de iglesias, caminos, drenajes), y extraordinarias (guerras, inundaciones, epidemias) porque se endeudaban ofreciendo sus bienes como garantía. Si la aldea perdía los comunales, debía repartir los costos entre los vecinos, y seguir pagando los impuestos a la corona. La pérdida de grandes porciones del saltus (reservas no cultivadas), conducía a la pérdida de recursos para los campesinos.

En 1661, tras la muerte de Mazarino, Luis XIV comenzaba su gobierno personal. Para entonces, muchas aldeas borgoñonas habían perdido sus comunales. Las parcelas de los campesinos habían sido compradas por burgueses que aprovisionaban los ejércitos en lasa guerras del período, y se las volvían a arrendar. La renta propietaria se quedaba así con parte del excedente campesino. Como habitantes de las ciudades estaban exentos por su privilegio personal, de pagar impuestos directos por sus ingresos rurales, con lo cual amenazaban los ingresos de la corona. Desde 1660, la corona lanzó una campaña para recuperar los comunales. De eso se ocuparon los intendentes, que se transformaron en guardianes de los derechos y bienes colectivos. En 1667, un edicto prohibió la venta de los comunales. Además las comunidades debían recuperar sus derechos, compensando a quienes habían comprado, mediante un reembolso pagadero durante 10 años y obligando a contribuir a todos los vecinos de la aldea.

En 1670, el Controller general Colbert instruyó a los intendentes para que impidiesen el excesivo endeudamiento de las aldeas.

Con la guerra de Holanda (1672-78), se publicó un edicto general. que obligaba a los poseedores de comunales (burgueses, señores) a contribuir a la guerra. Podían conservar las tierras si pagaban los impuestos de los 30 años anteriores y después de 15 años debían retornarlos a la comunidad campesina. De todas maneras, pocas comunidades recuperaron sus comunales perdidos, pero se detuvieron las enajenaciones y los endeudamientos.

Por otra parte, esos edictos tenían por objeto para asegurar la obtención de créditos al estado por parte de los financistas (seguridad jurídica le llamamos ahora).

Las comunidades campesinas quedaron en un estatuto de minoridad permanente (mineur), una vez transformado el rey en su tutor.

La monarquía declaró que los derechos y bienes colectivos eran derechos y facultades públicas y quedaban sujetos a jurisdicción real, lo que le permitía tutelar a la asamblea de vecinos y detener el proceso de declinación de las comunidades rurales.

¿Por qué se pasa en el siglo XVII en muchos lugares de Europa a una crisis general? Las explicaciones de Robert C.Nash difieren de las de Campagne que se basa en Brenner. Se pasó de pensar en los años 50 que se debía a la disminución de las importaciones de plata americana a partir de 1610 –teoría que fue contradicha por las investigaciones, pues a la declinación de la plata en Potosí correspondió el aumento de la mexicana – a la explicación maltusiana en los años 60 y 70. Vale decir, por la teoría que sostenía que el crecimiento del siglo XVI acabó por sobrepasar la producción disponible de alimentos, lo cual, dada la incapacidad de la agricultura de superar su nivel técnico condujo a una crisis de subsistencias que a su vez desestabilizó el sistema económico. Los marxistas interpretaron la incapacidad de innovar como el resultado de los límites sociales que ponía al desarrollo de la sociedad de campesinos y artesanos, de pequeños productores de las aldeas y las ciudades, hostiles al cambio económico. Más tarde, el problema lo va a plantear la idea de crisis general por la imposibilidad de identificar un período en que toda la economía europea o su mayor parte, padeciese una recesión al mismo tiempo. Por otra parte, en los últimos años, se ha producido la revisión de R. Allen a la visión tradicional de la revolución agrícola inglesa se basa en que el aumento de la productividad en Inglaterra entre 1600 y 1800 tuvo dos causas: 1) el aumento del rendimiento de los cereales, como en el Noroeste de Europa, y 2)el incremento de la productividad del trabajo. En Inglaterra, la fusión de pequeñas heredades en grandes explotaciones, se produjo al mismo tiempo que la reducción del empleo de mano de obra por unidad de superficie. Esa reducción produjo el incremento de la eficiencia, debido al reemplazo de las unidades familiares por mano de obra asalariada. Eso implicó la expulsión del trabajo de mujeres y niños. Pero lo importante es que la fiscalidad de las coronas inglesa y francesa tuvo bases distintas. La francesa continuó basándose en el mantenimiento de su extenso campesinado asegurado en sus tenencias.



El modelo de absolutismo francés. Los Parlamentos y los Estados Generales.



Repasadas las circunstancias en las que debe engarzarse el examen del modelo absolutista francés, debemos considerar el sistema político, en el cual, puesto que continuamos dentro de las estructuras económicas y políticas del sistema feudal (feudalismo tardío), puesto que las relaciones de producción fundamentales del feudalismo continúan vigentes, trataremos acerca de la importancia de lo político en la Francia del siglo XVI.

Aunque las formas de gobierno de Europa fueron variadas (repúblicas como Venecia y Génova, la república Holandesa, la Unión de Lublin formada por Polonia y Lituania en 1569), una confederación de repúblicas (Confederación Helvética), ciudades –estado (Ginebra, Dbrovnik, Gdansk), el viejo Sacro Imperio Romano en torno a los territorios de los Habsburgo), una gran cantidad de principados en la península italiana, los Pirineos, el Norte de Alemania y los Países Bajos, las monarquías electivas (Bohemia, Hungría, Polonia, Dinamarca y Suecia) y los Estados Pontificios, y por último, las monarquías hereditarias, gobernadas por dinastías. Las más importantes: Francia, donde los Valois gobernaban desde 1328, una rama lateral, la de los Valois-Angulema desde 1515 y los Borbones desde . En Inglaterra reinaban los Tudir desde 1485, y en España (Castilla y Aragón) los Habsburgo desde 1516.

No se trataba de estados nacionales, pues este es un concepto acuñado por los historiadores del siglo XIX, que retrospectivamente fue aplicado a aquellas monarquías. No se trataba tampoco de conjuntos con identidad etnocultural específica, pues en general reunían varias (monarquías compuestas). Eran monarquías patrimoniales, vale decir, que se concebían como patrimonio de los monarcas, y por eso se modificaban enormemente cuando ocurría la muerte imprevista de un príncipe. Los inmensos territorios reunidos bajo el reinado de Carlos I de España y V de Alemania, por ejemplo, resultó de la muerte imprevista de una serie de príncipes: el príncipe Juan, heredero de los Reyes Católicos, la muerte del hijo que tuvo con su esposa portuguesa, la muerte de su padre, Felipe I el Hermoso en 1506, y finalmente, la de su abuelo Fernando de Aragón en 1516, quien había intentado un último matrimonio con la princesa navarra Germana de Foix, con el objeto de obtener un heredero para Aragón. De no haber ocurrido alguna de esas muertes, la partición hubiera sido otra. Las consecuencias, en cada caso, no hubieran tenido que ver con la cultura, la lengua o las instituciones, sino con los derechos dinásticos contrapuestos.

En el siglo XV Francia aumentó en un tercio su territorio sobre todo mediante el matrimonio dinástico a través de alianzas con los ducados de Bretaña (la duquesa Ana de Bretaña fue dos veces reina de Francia: como esposa de Carlos VIII y después de enviudar, con Luis XII; la hija de ambos, Claudia de Francia, casó con Francisco I) y de Borgoña (la última duquesa de Borgoña fue María de Valois, quien se casó con Maximiliano I de Austria; Borgoña había sido unida a los Países Bajos por su padre, Carlos el Temerario; por la capitulación matrimonial, su primer hijo recibiría los territorios maternos, pero murió en un accidente y Borgoña pasó a Francia en tanto que los Países Bajos pasaron a los Habsburgo, lo que produjo la reclamación de Carlos V y la guerra con Francisco I), pero también otros territorios. A diferencia de las costumbres hereditarias germánicas de los Habsburgo, que permitían heredar el trono por línea materna, la monarquía francesa obedecía la “ley sálica” (invención de los juristas de fines de la Edad Media para obstaculizar las pretensiones inglesas al trono de Francia). El gobierno dinástico estaba atado a tradiciones hereditarias que vinculaban los territorios de las monarquías no a principios de estatalizad, sino a la herencia de matrimonios, nacimientos y muertes. Los matrimonios reforzaban alianzas militares y diplomáticas. El tratado de paz impuesto por Carlos V a Francisco I en 1526 era el que disponía el matrimonio del rey con la hermana del emperador, Leonor. Todos los tratados terminaban disponiendo bodas, que solían sufrir muchas alternativas, pues en general los príncipes y princesas comprometidos eran niños. Se trataba de acontecimientos políticos en los cuales el matrimonio servía a la reconciliación política, como ocurre con el de Margarita (Margot), hija de Catalina de Médicis y de Francisco I con el príncipe protestante más importante, Enrique de Navarra, que se realiza en agosto de 1572 para reconciliar a católicos y protestantes (hugonotes), pero que no logró contener poco después de celebrada, la matanza de la Noche de San Bartolomé. Pero así como la unión de dos príncipes podía solucionar el conflicto por un territorio, podía originar otros por derechos dinásticos contrapuestos.

La muerte de un rey era un momento de ruptura, en el cual todos los oficios eran puestos en entredicho, pues podían perder sus cargos todos los consejeros y oficiales reales y las pensiones debían ser confirmadas por el sucesor. Esto era representado ceremonialmente por el mayordomo mayor de la casa del rey, quien rompía solemnemente su bastón a la muerte de un monarca para poner en evidencia que todos sus servicios, como los de toda la corte, habían concluido. Esa ruptura – que en muchas oportunidades dio pretexto a la intervención papal en la sucesión- se trató de salvar en Inglaterra y en Francia con el principio de que el “El rey nunca muere”. En Francia se exponía una efigie de cera en tamaño natural del rey muerto en un catafalco, a la cual se reverenciaba y se le ofrecían alimentos hasta que concluían los funerales y asumía su sucesor.

En torno a los reyes, en las monarquías europeas, funcionaban consejos.

Los consejos reales, que aparecen en la Edad Media, pero que en los últimos siglos medievales y primeros modernos se complejizan y multiplican, significaban ante todo algún grado de participación continua de la aristocracia en el poder.

Como los Tudor, como los Habsburgo, los reyes franceses poseían consejos reales, con la particularidad de que, a diferencia de los otros, la familia real y los príncipes de la sangre eran considerados miembros natos del mismo. El “buen consejo” y los “buenos consejeros” constituyeron verdaderos problemas políticos en los siglos XVI y XVII, tema sobre el cual se redactaron numerosos tratados.

La complejidad de las actividades políticas cotidianas y de los problemas de estado exigieron la intervención de especialistas o profesionales, en general letrados, pero también religiosos y militares, encargados de la gestión de asuntos específicos. En primer lugar, la administración de la justicia en su más alto nivel, que en la Edad Media había sido cometido del rey en su consejo, fue delegada cada vez más a menudo a otros consejos específicos.

Luego, los consejos sobre aspectos especialmente importantes del oficio de rey, fueron apareciendo de acuerdo con esas necesidades: en Francia, el conseil d´état privé ( consejo privado de estado) encargado de los asuntos judiciales remitidos al consejo real, y el conseil d´état des finances (consejo de finanzas) que gestionaban los asuntos financieros de la corona, aparecieron en el siglo XVI. En principio se trata de una administración mucho más sencilla que la altamente complicada de los Habsburgo. Pero en todos lados, la recaudación de las rentas, la gestión de los impuestos indirectos, la administración de los dominios reales, las cuestiones monetarias, el sostén económico de la administración, el nombramiento de las jerarquías religiosas, la dirección de las misiones diplomáticas, el reclutamiento y mantenimiento de los ejércitos, fueron asuntos cada vez más difíciles de manejar. Por ello se trató de incluir entre los miembros de los consejos no solo personajes influyentes de la aristocracia, sino también individuos de probada competencia profesional. En el Consejo de Castilla por ejemplo todos eran graduados universitarios. En Francia, en cambio, los maestros de peticiones con preparación jurídica elaboraban informes para asesorar a los miembros del Consejo de Estado, compuesto por notables de variado origen. En esos consejos se buscaba tomar decisiones de forma colectiva en lo posible, para obtener el consenso y evitar las luchas de facciones.

A medida que proliferaron los consejos se hicieron necesarios nuevos funcionarios que los coordinasen cuando el príncipe no podía realizar esa tarea por sí mismo. En general no se trató de funcionarios institucionalizados, sino de individuos que desempeñaban su cometido de manera informal entre estructuras de poder formales, y que dependían para ello del favor real y su posición en la corte. De allí que se los llamara favoritos. En Francia, esa labor de coordinación se desarrolló a partir de cargos militares y judiciales tradicionales de la corona, como el condestable Anne de Montmorency, favorito de Francisco I. Los favoritos de Enrique III Valois, eran reclutados entre quienes no perteneciesen a las facciones aristocráticas en conflicto, y que sirvieran de modelo a una aristocracia de servicio, fiel a la corona. En Inglaterra esa función fue desempeñada generalmente por el canciller (titular de la administración de justicia y de la administración en general).

Con las mismas funciones de coordinación aparecen los secretarios de estado – notarios que asistían al príncipe- aparecen in Inglaterra en 1530 (Thomas Cromwell, homónimo del que va a tener un papel importante en la revolución inglesa contra Carlos I). En Francia surgen de los notarios reales de la cancillería que se convierten en secretarios de finanzas y en 1547 adquieren capacidades en la gestión de los asuntos del reino. A partir de 1561 pasan a formar parte del Consejo de Estado, y van accediendo a la nobleza.

El surgimiento de esta burocracia tiene que ver con una evolución en la gestión de los asuntos del estado, que conducen al registro político creciente de las decisiones y con su publicidad. Crece así el predominio de los documentos promulgados con el sello privado y personal de los distintos príncipes, que se diversifican en sus objetivos y formas. Se intercambiaban en los procesos de intercambios y acuerdos entre las elites europeas. También se multiplicaron las cartas que redes de mensajeros y servicios postales llevaban por toda Europa.

Las instituciones asambleísticas que acompañaban a la monarquía no tenían que ver con la división de los poderes de los gobiernos contemporáneos. Los Parlamentos y Cortes o Estados Generales nunca llegaron a alcanzar una convocatoria regular, independiente de la voluntad del rey, y la periodicidad de sus reuniones variaba enormemente de un reino a otro. En el feudalismo, lo político y lo económico estaban fundidos en las obligaciones y deberes personales de los vasallos y como éstos diferían de un vasallo a otro, no existía una base legal para realizar exacciones generales, es decir, impuestos generales. Ningún rey feudal podía decretar o aumentar los impuestos sin el consentimiento de organismos reunidos en asambleas especiales. En el caso de Francia, se llamaban Estados Generales. A fines de la Edad Media, los monarcas alcanzaron el derecho de recaudar impuestos generales y permanentes sin el consentimiento de sus súbditos. Si bien tenían una función fiscal, cumplían además otra función en el sistema político feudal: representaban la reciprocidad entre rey y reino: el deber del súbdito de prestar no solo auxilium (en general impuestos), sino también consilium (consejo en materias que le fuesen consultadas) a su rey feudal y que proveían a éste del conveniente y necesario consenso acerca de las decisiones más importantes y tendía a equilibrar las relaciones entre la nobleza y la monarquía. Estaban compuestos por los tres estados de nobleza, clero y tercer estado. Sin embargo, ni el clero ni la nobleza mantuvieron el mismo valor político durante toda la Edad Moderna. El alto clero – cuyos miembros se reclutaban en general en la nobleza- había monopolizado en la Edad Media los cargos supremos de la administración, gracias a su especial preparación intelectual. También participaba la alta nobleza militar, pero para ello tuvo que obtener otros saberes (educación universitaria) y una nueva cultura cortesana. Recién en la segunda mitad del siglo XVI comenzaron los primeros teóricos del absolutismo a propagar las concepciones de derecho divino, que iban más allá de la lealtad limitada y recíproca de la soberanía regia medieval. Jean Bodin (Les six livres de la République) desarrolló una teoría que rompió con la del derecho natural medieval de la autoridad como ejercicio de una justicia tradicional, al formular la idea del poder político como capacidad soberana de crear nuevas leyes e imponer la obediencia, aunque al mismo tiempo señalaba al poder real unos límites que no diferían de los feudales. Por ello afirma Perry Anderson que “el poder del absolutismo operaba,…dentro de los necesarios límites de la clase cuyos intereses afianzaba”.

Rara vez se reunían los Estados Generales de la monarquía. Existían además Estados Generales regionales que se convocaban con mayor frecuencia. La convocatoria de Carlos VII, en el siglo XV, a los Estados Generales tuvo por objeto crear una Asamblea que permitiese reunir a las ciudades y Estados provinciales a aceptar los impuestos, ratificar los tratados y aconsejar sobre asuntos exteriores. Pero después de la Guerra de los Cien Años, los Estados Generales tuvieron nuevo vigor. En ellos dominó la nobleza mediana. Pero existía un problema de representación: las asambleas regionales que elegían los diputados a los Estados Generales siempre se negaban a concederles mandatos amplios que les permitieran votar impuestos sobre todo el territorio y por su parte, la nobleza estaba exenta de impuestos, por lo cual se desinteresaban de los Estados Generales, de una manera parecida a lo que sucedería con la participación de ambos grupos en las Cortes castellanas en los siglos XVI y XVII.

Por tal motivo, los reyes dejaron de convocar los Estados Generales. Las ciudades no fueron convocadas nunca más después de 1517 y el rey decidió por sí mismo en cuanto a política exterior. Pero tanto Francisco I como Enrique II consultaban con frecuencia a los Estados regionales. Y respetaban los privilegios nobiliarios.

La última vez que se convocó a los Estados Generales antes de la Revolución Francesa fue en 1614-1615 y resultó ineficaz para detener el faccionalismo nobiliario y el malestar religioso que habían recrudecido.

La historiografía del siglo XIX solía presentar estos organismos asamblearios como si necesariamente se hubieran opuesto a la voluntad de los gobernantes y se hubiesen enfrentado a los aristócratas. Sin embargo, ni por su concepción ni por sus prácticas se opusieron al poder real o nobiliario y participaron de manera constructiva en la concepción de sus gobiernos como copartícipes de una reciprocidad implícita de responsabilidades.

Luis XI, creó Parlements locales o tribunales provinciales, en realidad tribunales reales con autoridad judicial suprema en su jurisdicción que venían aumentando desde el siglo XV, integrados por letrados, que constituirían una nobleza de toga. Como otros oficios de la administración, los miembros de los parlements compraban sus cargos, que además de un recurso para las arcas reales permitían legitimar la participación de miembros de sectores no nobles enriquecidos y una limitación del monopolio de las clientelas de la nobleza de espada. Con Francisco I y Enrique II, los parlements fueron intimidados por la celebración de sesiones especiales (lits de justice) en presencia del rey. Los edictos reales necesitaban todavía el registro formal de los parlements para convertirse en ley. En 1604 se introduciría la paulette (por Paulet), que estabiliza y hace hereditarios mediante el pago de un porcentaje anual sobre el valor de compra no solo los cargos en los Parlements, sino en el resto de la administración. Los conflictos de la Fronda y el papel de los Parlements se tratarán por separado en el punto 4.

Las rentas fiscales se aumentaron al doble entre 1517 y 1540, pero el nivel impositivo de lo recaudado no aumentó tanto porque aunque los precios y las ganancias habían aumentado en ese período, la proporción de la participación de la percepción fiscal directa en la riqueza, descendió. Pero la venta de bonos públicos (compromisos del tesoro) a los rentiers a partir de 1522, permitió a los reyes enfrentar sus obligaciones, especialmente las militares. Entre 1494 con Carlos VIII y 1559 con Enrique II (paz de Cateau-Cambresis, concluida con Felipe II), los reyes de Francia intentan y fracasan en conquistar dominios en Italia. Si la belicosidad de la nobleza francesa se había volcado hasta entonces en la guerra, en la paz, a la muerte de Enrique II se abre un período de 40 años de violentos y complejos conflictos internos tanto en las ciudades cuanto en el campo (guerras de Religión, pero también interfeudales entre grandes linajes como los de los Guisa católicos, Montmorency y Borbon protestantes) que empobrecieron al campesinado, pero también a las ciudades. Los hugonotes eran mucho más numerosos entre los aristócratas terratenientes que entre el campesinado. Pero el peligro de una insurrección desde abajo condujo al acuerdo para el ascenso de Enrique IV (rey de Navarra, casado con Margarita, reinó entre 1589 y 1610), quien renunció tácitamente al protestantismo. De todas maneras, creció la presión tributaria sobre el norte católico para compensar el dominio protestante en el sur.

Pero el faccionalismo de la nobleza y las discordias religiosas continuaron en las primeras décadas del siglo XVII. A pesar de ello, el ministro Richelieu desde 1624, y sus sucesores construyeron un nuevo poder real, liquidando el poder militar de los hugonotes en el Sur de Francia, aplastando las conspiraciones aristocráticas,, suprimiendo dignidades militares de abolengo medieval, demoliendo castillos y venciendo la resistencia de Normandía. Su principal creación fue la del sistema de Intendentes (Intendents de justice, de police et de finances), funcionarios enviados con poderes muy amplios a las provincias, primero con carácter temporal y para misiones específicas y luego como delegados permanentes del gobierno central en toda Francia. Sus cargos no eran venales, y eran nombrados y revocables por el rey. Como los miembros de los Parlements, se reclutaban entre los funcionarios de nivel judicial alto (maitres des requettes o maestros de peticiones). Coexistieron con los oficiales locales, sobre cuyas jurisdicciones se superponían. De tal manera, la monarquía francesa integró a las oligarquías urbanas (nacientes burguesías para Anderson) a través de la adquisición de cargos venales que desviaban las inversiones en la producción manufacturera o la empresa mercantil. La consecuencia sería su asimilación creciente a la aristocracia.

El aumento de los impuestos que recaían sobre el campesinado fue incesantemente incrementado por las necesidades de las guerras que llevaron a Francia a la hegemonía europea, no sin incesantes rebeliones urbanas y rurales.

Anderson, P., “Francia”, en El Estado absolutista, Siglo XXI editores, México, 1985 pp. 81-109

Greengras, M., “Política y guerra”, en Cameron, E, El siglo XVI, Historia de Europa Oxford, Crítica, Barcelona, 2006, pp. 71-103.



La sociedad cortesana

Los reyes se rodeaban de cortes (no se refiere esto a las Cortes castellanas o aragonesas que eran asambleas constituidas por los procuradores de las ciudades), estructuras de poder formales e informales que colaboraban con el rey y entre sí, pese a eventuales rivalidades facciosas. Eran importantes para el funcionamiento de lo político y complemento informal de las instituciones formales, pues la frecuentación de la corte daba la medida de la importancia social del cortesano y del aristócrata. Se caracterizaba por un modo de vida, una cultura. En la alta Edad Media estaba constituida por el conjunto de servidores y criados que rodeaban a un príncipe y su familia y se ocupaban de los oficios ministeriales de una casa. Los reyes medievales y modernos eran trashumantes y necesitaban vastas comitivas para su servicio, aun después de la fijación de las capitales en la segunda mitad del siglo XVI.

La corte era políticamente importante porque puesto que los gobiernos y las relaciones eran personales, las influencias informales de la amistad y de la clientela podían tener un efecto práctico sobre la toma de decisiones. El gobierno se hallaba donde estaba el príncipe. Y el príncipe era fuente de honores, dones, favores, la justicia y su ejecución. El favor, el don, la merced era elemento fundamental del buen gobierno, de acuerdo con una reciprocidad de lealtades de raíz feudal.

Hemos dicho que la corte era una forma de vida y una cultura. Los cortesanos debían guardar una conducta a la cual se dedicaron numerosos tratados en este período, de los cuales el más famoso y leído es El Cortesano, de Baltasar Castiglione (Venecia, 1529). En un ambiente renacentista, donde el individualismo depreciaba el nacimiento aristocrático, Castiglione trazaba el modelos de un cortesano ideal que se distingue por su inteligencia, su nacimiento legítimo, apuesto, elegante, experto en las arma, maestro en el arte de la conversación, galante con las damas, y dueño de sus impulsos y emociones, pero no necesariamente noble. El cortesano se mueve en la lógica del servicio por la recompensa. En Francia, Francisco de l´Alouette, publicó en 1577 su Traité sobre los nobles y las virtudes de que están formados.

La sociabilidad de los cortesanos se convertía en una competencia de favores, influencias, distinciones y desaires, donde cada uno tenía diariamente la medida de su cercanía a la predilección real. En tal sentido, la corte francesa del XVI, pero más aun del XVII durante el reinado de Luis XIV llega al máximo de la ritualización de las relaciones entre el rey y los cortesanos, y donde la lucha de facciones se jugaba en las actividades aparentemente triviales de los salones. El sociólogo N. Elías describió y explicó en una célebre obra, La sociedad cortesana, los mecanismos que la creciente centralización del poder y el monopolio por el rey de dos fuentes decisivas del mismo: los impuestos y las fuerzas militar y policíaca.

El palacio de Versalles fue el escenario donde Luis XIV desarrolló su estrategia de dominio de la nobleza a través de la etiqueta y el ceremonial. Todos los cortesanos, partiendo de los más encumbrados, eran convocados a participar de los ceremoniales que rodeaban las acciones del rey como levantarse del lecho, comer, etc. A través de los gestos y de la participación, se definía para el individuo y ante los ojos de los demás, una posición de poder singularmente inestable, puesto que dependía de la voluntad del monarca. La etiqueta y el ceremonial se convirtieron en un juego con valor independiente de cualquier valor útil inmediato, pero que definía las oportunidades de estatus y poder de los participantes, y que contaba con la aprobación de ellos en su necesidad de alcanzar un punto en la jerarquía social. Los cortesanos eran privilegiados por vivir – aunque con cierta estrechez en Versalles- porque participaban de ese círculo de poder. Si el rey exigía de ellos acciones que implicaban participar en papeles bastante humildes como auxiliares de su lever, sin embargo, como afirma J. Revel, los humillaba enalteciéndolos, pues solo ellos podían tener ese acceso exclusivo a la persona real. Los cortesanos formaban así configuraciones en cuyo centro estaba el rey y que se regía por la “opinión” que los demás tenían de cada uno de ellos, que podía determinar su triunfo o su exclusión. Para el rey, la etiqueta es un instrumento de distanciamiento que lo coloca por encima y en un lugar inalcanzable para la nobleza, pero también un instrumento de gobierno de los nobles, pues le permite vigilar que las tendencias de los cortesanos que los oponen entre sí se desenvuelvan de acuerdo con sus deseos (dividir y vencer). La más alta aristocracia, sin embargo, tenía cierta independencia respecto del rey, para contrarrestar la cual, éste se apoyaba en quienes se lo debían todo. Su poder es carismático.

De tal modo, el arte de observar a los hombres, que implicaba la observación de sí mismo, y que se manifiesta en las cartas, memorias, relatos que se conservan de algunos cortesanos, era importante en la sociabilidad aristocrática, para aprender, para aprovecharse de las debilidades, para adquirir experiencia, para saber con qué capital se cuenta. La observación deriva entonces en la manipulación de los hombres para los fines específicos del manipulador. Por consiguiente, la racionalidad cortesana exige el control de los afectos para mantener una conducta calculada y matizada en el trato con los demás, que reprime las explosiones emotivas.



Elias, N., La sociedad cortesana, F.C.E., México, 1982 (1969), cap. V-VI-VII, p. 107-284.



La participación de nuevos agentes en las relaciones políticas. El reordenamiento social y la consoli¬dación del sistema jerárquico. Patronazgo y élites de poder. Redes sociales.



La nobleza feudal francesa renunció a sus viejas ambiciones de independencia y se reconvirtió en nobleza de servicio junto a sus reyes. Mientras los reyes pudieran seguir disfrutando del aumento de las percepciones tributarias y de crédito provisto por los financistas y los rentiers, para llevar adelante guerras en las cuales los nobles eran los principales beneficiarios, la nobleza lo aprovecharía. El endeudamiento de los príncipes se hizo enorme y a largo plazo fue imposible mantener la situación. En 1559, los Valois dejaron de pagar las deudas contraídas (el Grand Parti) con un consorcio de banqueros italianos. Los Habsburgo los habían precedido dos años en su quiebra. Ahora bien, las redes clientelares que rodeaban a los reyes y aristócratas proporcionaron una estructura de poder informal que permitiría complementar las formas institucionales de relacionarse de centro y periferia (redes de fidelidades basadas en el parentesco) porque se basaban en relaciones personales flexibles, capaces de adaptarse a las identidades institucionales feudales y locales existentes. Se trata de relaciones de afinidad que permitían tener expectativas de beneficios a ambas partes. El patrono obtenía lealtad, servicios e información. El cliente, esperanzas de ascenso y protección. Pero ese mismo cliente podía convertirse por despecho o decepción, en un peligroso adversario de su patrono.

Los aristócratas aprovechaban su posición en la corte y en las provincias para actuar como intermediarios, como interlocutores válidos entre los niveles superiores del poder y los locales. En todos los casos sirvieron para comunicar las elites locales con una organización política mayor y contribuyeron a superar la distancia y el tiempo. Las redes sociales formadas por los patronos y sus clientelas abarcaban personas de todos los rangos sociales. Mousnier atribuye un gran papel a las redes formadas en torno a Luis XIV en la solución de sus conflictos frente a la Fronda.

Pero no solo poseían clientelas los nobles. También las poseían los notables de las oligarquías urbanas. Las elites urbanas estaban formadas por mercaderes, funcionarios o juristas y alcanzan un desarrollo cada vez mayor al correr del siglo XVI. Según las ciudades, su tendencia a la aristocratización podía variar. Se partía de la idea de que la nobleza y el poder que poseía se basaban en la posesión de tierras y en las rentas que producían (Francia, Inglaterra y España). Pero en Francia había elites cuyo poder y dinero procedían del comercio, de los oficios del gobierno municipal, del cultivo del derecho, de la corte, y que invirtieron cada vez más en tierras para asegurar sus inversiones o consolidar su estatus social.

Para los distintos estratos de las elites, la obtención de títulos, feudos y honores se convirtió en un objetivo mayor a los largo del siglo XVI. Se reconocía el estatus de nobles o gentileshombres con o sin título a quienes fueran capaces de comportamientos cortesanos y fueran socialmente reconocidos por el cultivo de una cultura cortesana (honra).

Los príncipes premiaban con títulos (duque, conde o marqués), que a veces comprendían feudos territoriales pero no siempre, para comprar la lealtad de los así recompensados. El feudo comprendía poder jurisdiccional y vasallos. Pero lo más frecuente era la concesión del privilegio (derecho efectivo a hacer determinada cosa, exención tributaria). En el ámbito político podía comportar el derecho a ocupar un lugar en una determinada asamblea representativa como en los Estados General en Francia. Aunque otros derechos eran menos espectaculares: ser ejecutado con espada y no con horca, poder llevar espada, poseer escudo de armas, etc. Los privilegios para obtener extensiones fiscales podían ser comprados por los municipios y por determinadas personas.
Martínez Millán, José “Introducción: La investigación sobre las elites del poder”, en J. Martínez Millán (Ed.), Instituciones y Elites de Poder en la Monarquía Hispana durante el siglo XVI, U.A.M., Madrid, 1992, pp-11-24
Bertrand, Michel “De la familia a la red de sociabilidad” Revista Mexicana de Sociología, 1998.

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